jueves, 30 de octubre de 2008

MASOPUST , EL CHECO DE ORO


Soy de los que defiende que muchos de los jugadores que nos deleitaron en épocas anteriores, no serían hoy más que comparsas víctimas de su físico. Hay incontables ejemplos de cómo la técnica era la virtud estelar y casi exclusiva de los mejores jugadores de épocas pasadas. La facilidad hacia la vida desenfrenada o, al menos, alejada del profesionalismo actual (donde es impensable lucir michelines y hasta criticable no entrenar a menudo) hace casi imposible la comparación entre aquellos mitos y los actuales.

Sin embargo, siempre hay quien hubiera tenido más facilidades para acoplarse en una época posterior a la que le tocó vivir y, entre todos ellos, destacaría la figura del checo de oro: Joseph Masopust. No tenía un físico especial ni mucho menos pero, consciente de ello y con una señera capacidad de sacrificio, se preparaba a conciencia cada invierno en las montañas checas. Retirado de la ciudad y con la mente liberada. El, mejor que nadie, sabía que cuidando su medio de trabajo y perfeccionando en la concentración, no le iban a faltar coronas (moneda checa) que llevarse al bolsillo en una Checoslovaquia sumida en la ausencia de la democracia liberal.

Su excelente preparación físico-mental le hacía ser omnipotente en cada partido ya que aparecía con libertad por cualquier zona, defendía la salida de balón y luchaba para recuperarla más allá de sus límites. Su fútbol, en constante estado de nerviosismo por la tensión y énfasis de cada uno de sus enérgicos movimientos, parecía tomarse un respiro cuando se pedía la frialdad del último pase, una cualidad que le hizo prodigioso. Su inteligencia y saber estar, unido a su llegada y buen disparo, le hacían lucir entre la jocosidad de quienes le disfrutaron.

Su carrera fue larga producto de su mentalidad pero nunca recibió el reconocimiento que merecía pues los comunistas checos le impidieron en varias ocasiones abandonar el fútbol nacional. Pese a formarse en el modesto Baník Most, el Teplice lo hizo debutar al máximo nivel con 19 años. Dos después, firmó por el Dukla de Praga, en el que sería santo y seña durante nada menos que dieciséis temporadas ya que, ante la imposibilidad de marcharse, tuvo que bajar su nivel para poder emigrar al Molenbeek belga. Eso sí, cuando ya tenía 37 años.

Con el Dukla vivió los mejores recuerdos del fútbol checo, donde más allá de los ocho títulos ligueros, logró alcanzar las semifinales de la Copa de Europa en el 67, cayendo ante un Celtic que terminaría como campeón. En aquella generación sin comparación y sin sustitutos aún a la vista, estaban nombres como Ladislas Novak, Pluskal, Kouba, Borovicka o Safranek, pero sobre todo, el líder intocable era Masopust.

Organizador, recuperador y maestro del dribling (arte que le hizo singular), jamás huyó de su sueño, llegar a una final mundialista. Esa meta, que empezó ante Hungría en 1954, se consumó ocho años después, en Chile 1962. A la cita ya llegaba tras haber disputado el Mundial del 58 y de obtener la medalla de bronce en la Eurocopa anterior, pero allí, en tierras chilenas, se vio al mejor centrocampista del momento. No sólo alcanzó la deseada final, sino que un derechazo suyo propició que los checos se adelantaran a Brasil en la finalísima de Santiago. Pese a perder (3-1), su caché ya era imparable y recibió meses después el Balón de Oro. El primero en la historia para el fútbol del este. El Primero de su país.

Era la luz entre las sombras, el brillo que tantas veces le había deslumbrado en las altitudes de su querida Strimic, la ciudad que le vio nacer y que, poco después, fue demolida para construir una gigantesca mina de carbón. Así, tras los cambios de nombre en el Dukla, el abandono del estadio Juliska y la desaparición de la antigua Checoslovaquia, a Masopust sólo le queda un recuerdo de aquellos enterrados años, un Balón al que aún le sobra el brillo de su dueño. El mismo que levantó por delante de otra leyenda, un tal Eusebio.

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